Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

Acerca de criterios, guías, recomendaciones y consensos

Diagnosticar la enfermedad que padece el paciente que tenemos enfrente, en el consultorio, en la sala de internación, la sala de guardia o en la unidad de cuidados intensivos es una tarea que desafía nuestra sagacidad, proveyéndonos solamente de algunos signos y síntomas (no siempre bien contados), datos de laboratorio y estudios de imágenes (no siempre absolutamente confiables) y sobre todo de muy escaso tiempo. Esto es válido también para la formulación de un plan terapéutico basado en sólida información bibliográfica y en aquilatada experiencia.

La escasez de tiempo disponible no se debe solamente a que pueda tratarse de una situación de emergencia donde la acción inmediata es un elemento esencial de la eficacia del médico, sino también y en la mayoría de los casos, a las condiciones inadecuadas de atención a las que un sistema de salud centrado en los conceptos mercantilistas de la productividad, nos obliga a diario.

Si lo que se pretende es llegar a comprender al ser humano que circunstancialmente ha enfermado y entender por qué lo ha hecho de esta forma y no de otra, entonces la tarea roza casi lo imposible a menos que el profesional cuente con una depurada formación humanística que le permita en pocos minutos recabar información de la historia biográfica, sopesarla debidamente y analizar las emociones, que contratransferencialmente generan en él, el discurso, la actitud corporal, la gestualidad y los silencios del paciente (¿hay tiempo para silencios en el consultorio de hoy?). ¡Tarea titánica! Terreno por cierto vasto, complejo y elusivo que requiere en sí mismo un abordaje específico pero a tal abordaje no nos dedicaremos en este trabajo.

Circunscribámonos entonces a la enfermedad y su tratamiento: El problema podría resumirse en la pregunta ¿Cómo aprovechar el tiempo? El médico angustiado, en busca de respuesta, descubre que la literatura sajona, tan proclive a clasificarlo todo y a proponer ordenamientos donde se pueda marcar con crucecitas (Time is money!), le ha resuelto el problema. Para eso están los criterios. 

El vocablo criterio, empleado en este caso, no tiene el sentido castellano de “norma para conocer la verdad”, sino el inglés “principio mediante el cual, algo es medido en cuanto a su valor”. Para numerosas enfermedades se nos ofrecen entonces, criterios diagnósticos, en algunos casos divididos en mayores y menores. Y así el asunto se simplifica enormemente. Tres criterios mayores, o dos mayores y dos menores, o uno mayor y cuatro menores... y tenemos el diagnóstico. Lástima que no pocas veces, el hallazgo de un inoportuno bacilo de Koch nos desbarata el diagnóstico de un lupus sistémico que nos tenía tan satisfechos y que curiosamente reunía numerosos criterios, o una endocarditis infecciosa que, puesta en evidencia tardíamente a través de una complicación, se mostró particularmente reacia a concordar con los criterios de Duke.

Si algo de bueno tienen los errores, médicos y no médicos, es que dejan enseñanzas y de tal manera hemos podido aprender de situaciones como las referidas que los criterios son de gran utilidad a la hora de evaluar trabajos de investigación y de comparar poblaciones de pacientes sobre elementos concretos, pero que rara vez sirven como mojón incuestionable en el camino habitualmente sinuoso, pleno de atajos y de interferencias que conduce al diagnóstico del paciente individual. Ese que vemos cara a cara y que, a menos que se trate de un colega muy informado, no conoce en absoluto lo dictaminado por los comités de expertos en el tema en cuestión.

Los expertos pertenecen a esa difícilmente definible categoría de médicos a los que sus pares les reconocen autoridad. Las razones son diversas y por cierto, no solamente científicas, pero en todo caso, los expertos son siempre, en todos los grupos sociales, individuos dignos de atención. Y entonces, si quienes saben del tema según la opinión mayoritaria, dijeron lo que dijeron y recomendaron lo que recomendaron, a qué contradecirlos. Hagamos lo que dicen los consensos de expertos, que por algo lo habrán dicho y abreviemos el trámite. Así si alguien nos pregunta el porqué de nuestra elección de un esquema terapéutico para el tratamiento del paciente con una neumonía grave de la comunidad que estamos atendiendo solamente atinaremos a responder: “Porque es lo que indica el último consenso sobre tratamiento de las neumonías”. No parece ser una respuesta compatible con el pensamiento científico. “Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho” dice un viejo y sabio proverbio.

Es indudable que las recomendaciones de los comités de expertos ofrecen conclusiones elaboradas tras el análisis de un cúmulo de trabajos a menudo cuantiosos y seguramente inabarcables para el médico asistencial que pretende estar medianamente actualizado en todos los temas de su especialidad y en este sentido son de incuestionable valor. No es menos cierto que suelen tener el sesgo de intereses económicos y políticos no solamente cuando los autores tienen conflicto de intereses por recibir retribución monetaria de la industria farmacéutica sino también cuando son producidos por instituciones públicas o gubernamentales, con el confeso o encubierto objetivo de conducir las modalidades terapéuticas en una determinada dirección, en general por razones económicas.

Si algún lector ha interpretado, a partir de lo que antecede, que sostengo una postura iconoclasta y relativista respecto de todo hecho fehacientemente comprobado, me apresuro a sacarlo de su error. Como diría Foucault, sugiero simplemente repensar el modo en que el conocimiento circula y funciona en su relación con el poder. Lo que propongo abandonar es la aceptación acrítica de lo que se nos impone desde el sitial que el imaginario colectivo ha asignado al supuesto saber. Creo que es muy valioso, más aún, imprescindible contar con la sapiencia y la experiencia de quienes antes que nosotros han abierto con esfuerzo caminos en la selva compacta de la ignorancia, pero es necesario recordar que nunca el hombre ha avanzado en su conocimiento sobre la base de una aceptación reverencial de lo que se pretende imponer como verdad indiscutida a la manera de un redivivo “Magister dixit”. En síntesis, lo que sostengo es que el médico al igual que todo hombre que busca la verdad, cualquiera sea el camino elegido, no renuncie a su derecho inalienable y a su obligación de pensar por sí mismo.

 

 

©2004 Cínica-UNR.org Publicación digital de la 1ra Cátedra de Clínica Médica y Terapéutica y la Carrera de Posgrado de Especialización en Clínica Médica
Facultad de Ciencias Médicas - Universidad Nacional de Rosario
Todos los derechos reservados
Sitio web desarrollado por Ideas Med | Tabone Juan Pablo