Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

El nombre de la enfermedad

Poner un nombre a la enfermedad ha sido siempre una preocupación mayor para los médicos. Esta verdadera ontología nominalista es la que nos ha convencido de que llegar a un diagnóstico es precisamente poder decir qué es lo que el paciente tiene, trazando una escisión tajante entre enfermo y enfermedad y a pesar de que seguimos repitiendo el conocido proverbio “No existen enfermedades sino enfermos”, hemos puesto históricamente mucho más énfasis en la entidad nosológica que en el ser humano que la padece. Los propios pacientes han tomado como suya esta preocupación y nos preguntan con frecuencia “¿Qué tengo, doctor?”, confundiendo sus angustias y temores relativos a la incertidumbre sobre su futuro, al sufrimiento y a la muerte, con un simple afán de conocer el nombre de su enfermedad.

Es fácil entender, en principio, que sólo después de haber observado a numerosos enfermos que padecen un determinado proceso (por ejemplo, una infección pulmonar), podremos hacer una abstracción del problema, utilizando el razonamiento inductivo, y teorizar acerca de la neumonía. Así se llega a describir cuadros prototípicos, para luego sorprenderse cuando un paciente individual no cumple con todos los elementos (criterios) que nosotros establecimos en nuestra teorización. Bastante tiempo y no menos penuria nos insume aceptar que cada enfermo es una unidad individual, que nunca se asemeja totalmente a otro y que, en definitiva, lo típico es lo menos frecuente.

El nombre de la enfermedad varía con el correr del tiempo y con la aparición de nuevas descripciones que echan luz sobre su naturaleza. En algunos casos, la anterior nomenclatura ha sido reemplazada por el nombre del médico genial que aclaró, en virtud de su sapiencia y de su capacidad de observación de qué se trataba el problema. Así por ejemplo, la antigua clasificación de las enfermedades malignas linfáticas en paragranuloma, granuloma y sarcoma, fue cambiada por la descripción de Thomas Hodgkin y hoy hablamos simplemente de linfoma de Hodgkin y de linfomas no Hodgkin. Otras veces, una descripción diáfana echó al olvido el nombre de la enfermedad y simplemente lo reemplazó por el del autor de la mencionada descripción. Nadie dirá hoy en día que tiene un paciente con ileítis regional, sino simplemente que su enfermo padece la enfermedad de Crohn.

Otros cambios de nombre son más curiosos. No es que respondan a avances sustantivos en el conocimiento de la naturaleza de un proceso determinado. Simplemente se sustentan en la ilusoria descripción de pretendidas nuevas enfermedades, que a poco de ser profundizadas podemos comprobar que se corresponden exactamente con una descripción más antigua que, aunque valiosa, con la imposición de la nueva denominación, se intenta hacer quedar fuera de circulación.

La angustia ha pasado a llamarse pánico, la neurosis obsesiva, trastorno obsesivo- compulsivo y la psicosis maníaco-depresiva, trastorno afectivo bipolar o trastorno bipolar a secas. Seguir utilizando la antigua denominación parece un pecado mayor de desactualización cuando en realidad la actualización no pasa de ser un simple cambio de nombre. En otros casos el problema es más profundo y tiene que ver con inocultables intenciones políticas. Lo que antes llamábamos un niño difícil por lo travieso, hoy puede reunir criterios de trastorno de desatención e hiperactividad, dando lugar a medicaciones verdaderamente sobreindicadas y no exentas de peligros. Esta preocupante tendencia a encuadrar los altibajos emocionales de la vida habitual en procesos patológicos pronto transformará al adolescente rebelde (un clásico de todos los tiempos) en un enfermo con “trastorno oposicionista desafiante de la personalidad”, o una persona tímida pasará a padecer un trastorno de evitación. La conclusión es sencilla: todos los seres humanos seremos en definitiva, enfermos merecedores de ser tratados con métodos y medicamentos costosos, lo cual puede representar un mercado global verdaderamente gigantesco.

¿Qué hay detrás del nombre de la enfermedad? En algunos casos, la necesidad de sentir la ilusión de seguridad al pensar que conocemos bien al enemigo contra el cual intentamos luchar. En otros, una soberbia actitud de simulación de actualización científica permanente. En los menos inocentes, la intención de reclutar candidatos para vender medicamentos masivamente.

Pero debemos volver a las fuentes. No hay enfermedades sino enfermos. Solamente cuando profundicemos en esta afirmación, entenderemos que más importante que ponerle un nombre al proceso mórbido es conocer de verdad al ser humano ya que si no sabemos quién es, cómo vive y qué significan para él salud y enfermedad, probablemente seguirá estando enfermo por más diagnóstico certero que supongamos haber hecho de su padecimiento.

 

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